sábado, 22 de diciembre de 2012

No quiero oir.

Siempre queda esa sensación de ahogo sobre las cuerdas vocales, esa que te fuerza a chillar, a gritar con rabia que tan sólo quieres abrir las alas y volar lejos de aquel lugar al que hasta hacía  minutos habías dedicado  más de 200 miradas.

Y en su lugar, das otro bocado a la manzana y haces oídos sordos al barullo de pensamientos que puedan surgir de mente ajena a la tuya.Siempre basados en el ¿qué dirán si?¿cómo puede ser que...? y sobre todo ¿ por qué has...?

El sentimiento se va haciendo más fuerte a medida que avanzan las críticas y se cuela alguna que otra a través de tus oídos. Directas al corazón, o en su defecto, al cerebro. Entonces es cuando tienes que morder algo más blando que la piel de la manzana, llamemosle lengua, para evitar que lo que podrían calificarse en un castellano precario como "blasfemias" queden en ese lugar donde hasta el momento habían estado guardadas.

A tu alrededor el mundo estalla en pedazos mientras tú, ufana a todo aquello que no te apetece oir, porque ya lo sabes, sigues construyendo la barrera de sensaciones que te produce el pensar en la esperanza de un verano mejor.

Y el azul de algún recuerdo aún estancado te hace sentir pequeña, frágil, nómada y sobre todo insegura. Tanto que nada que puedas decirte en silencio vale para recordarte que hace 9 meses que te encontraste y perdiste a ti misma.

No sé si acabará esto algún día. Y hoy por hoy, me empiezo a plantear si mi vida va a ser siempre esta montaña rusa de emociones sin sentido y sentidas a medias.

A galope entre la necesidad de hacer realidad mis sueños y plantearme la realidad de dejar de soñar.