lunes, 28 de diciembre de 2009

Hielo.

No sentí sus pisadas sobre el parquet rechinoso. Supongo que fué porque estaba en aquel limbo al que llaman duermevela. No habría notado su rasgada voz si no me recordase tanto a aquel whiski que habíamos dejado a medias, sobre la rudimentaria mesa que se convertiría en carbón tan pronto como mi duermevela se hubiese convertido en sueño.

Y aún así, no entendí nada de lo que decía, y eso era exactamente lo que me gustaba de él.

Me dejó sobre los labios el amargo sabor a olvido camuflado en un beso, y simplemente se marchó, sacándome de mi mente casi a hurtadillas, como un vulgar ladrón de recuerdos. Pero no me dolió sentir el aire que escapó del resguardo del exterior cuando él salió de mi pequeño todo.Apenas emití un suspiro al encontrarme medio desnuda el alma y vestido el sentimiento, porque ya sabía que el volvería para envolverme el alma y desvestirme cuando menos lo esperase.

Y aún así, no acababa de entender porque se fue... y eso era exactamente lo que me gustaba de él.

Solía ser tan frío que mi tibieza a su lado parecía llamas de una hoguera. Tan sarcástico e hiriente que podía llegar a hacerme daño con una sola de sus miradas de hielo, y sin embargo, también podía ser ese rayo de luz entre los nubarrones y esas gotas de lluvia que derriten la nieve.

Era todo lo que siempre había odiado de manera deliverada y a la vez todo lo que había deseado en secreto.

No era extraño que me enamorase de él. De echo,no me hubiera perdonado el no hacerlo.

Me aventuré a mirar entre mis pestañas la sombra que se aventuró hacia el jeep rojo que me había guiado hasta aquella cabaña.Ví como se metía en él y lo hacía enfurecer hasta alejarlo de el edificio y perderse en la blancura de la nieve de afuera.

Yo me incorporé, arropandome con la manta que aún olía a él, dejándome caer en silencio en la amargura de saber que se había ido, donde sin duda esperaba encontrar la alegría de su regreso.

¿Dónde lo encontraría la próxima vez?

Abrí los ojos repentinamente, alterada, y los posé sobre la mesa de madera, donde me tranquilizó un pequeño mapa de Italia, con tres circulos marcados en rojo.

Italia. Allí lo vería de nuevo, y los lugares marcados en rojo eran en los que no estaría, como solía hacer siempre tras uno de nuestros encuentros.

Y aún así, no acababa de entender ese extraño juego al que jugabamos... Y eso era, exactamente, lo que me gustaba de él.


Podía tenerlo todo, o nada. Yo era la que decidía.

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