viernes, 28 de enero de 2011

El forastero.



Como si de una pantalla inmensa se tratara, veo desde mi ventana el tiempo pasar en silencio. Cansado de esperar a amantes que se retrasan,de querer avanzar hasta el fin de un problema o retroceder hasta "los buenos tiempos", como se suelen llamar.




Escapa de entre mis labios un bostezo mientras vigilo con desasosiedo los pasos solemnes y acompasados del carruaje que poco a poco se aproxima al número 38 que acompaña a la enorme portónque me aleja de la calle




Desde mi ventana, y si te acercas al máximo al cristal, puedes vislumbrar los sitios más recónditos de Londres. Desde el noctambulo picadilli's circus hasta Coven Garde, y cuando las nubes no lo entorpecen, puedes contar las horas en las manecillas de Big Ben.




El vehículo había alcanzado su destino de Sant Albans St y la pequeña portezuela de madera amenazaba con derrumbarse cuando el cochero, en un alarde de lo que en un principio pensé caballerosidad, la abrió haciendo que se percibiese la vejez del carro.




De él, bajo, como envuelto en un halo de misterio un hombre alto, vestido de negro, con sombrero de copa y de cabello oscuro que tapaba su rostro abrigandose del frío intenso que había caido sobre Londres.




No era caballerosidad lo que había en los ojos del viejo cochero cuando cerró de un portazo la portezuela una vez que el hombre hubo bajado del carruaje, sino más bien ansias, deseos. Y yo me pregunté porqué.




No tardé mucho en contestarme.




El cochero, entrado en años y de barba y cabellos más blancos que negros, acucicaba al hombre del sombrero con la mano en gesto de exigencia, mientras el otro, de elegantes ropas y porte alto, parecía enojado, me aventure a creer, que por el precio excesivo del viaje.




Una vez que le pagó, situó sus maletas ( 3 baules enormes de piel y oro) al lado de él y tras despedirse, se marchó.




El hombre se quedó parado frente al número 35 y observó la fachaza con pesadumbre.




Poco después miró al cielo, que parecía enojado con la llegada de éste forastero, y después, y sin previo aviso, se giró exactamente hasta donde estaba mi ventana y me miró deliberadamente, sin tapujos.




Tenía los ojos más azules que jamás había visto.

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